Era una noche cerrada, caía una lluvia suave pero ininterrumpida y la niebla cubría la noche con su manto blanquecino, impidiendo ver más allá de unos pocos metros. Un hombre iba conduciendo su coche por las curvas, deseoso de llegar a su casa y reencontrarse con su mujer y sus dos hijas después de un largo fin de semana de trabajo. En una de las curvas del camino, vió a una autoestopista, una joven rubia, demacrada y pálida, empapada por la lluvia, con un largo vestido blanco desgarrado y sucio de barro. este hombre se apiadó de la joven y, pisando los frenos, decidió llevarla consigo y acercarla hasta el pueblo más cercano.
Durante gran parte del trayecto, el hombre y la joven fueron hablando de cosas triviales, cuando, en un momento dado, antes de llegar a una de las curvas más cerradas y peligrosas de las cuestas, la joven le avisa de que reduzca la velocidad hasta casi detenerse y que pase muy poco a poco. El hombre lo hace, y comprueba, asustado, que, de no haber sido advertido por ella del peligro, probablemente se hubiera despeñado por el barranco con el coche. Le dió las gracias, agradecido por haberle salvado la vida, a lo que la joven contesta: no me lo agradezcas, es mi misión, en esa curva me maté yo hace más de 25 años, en una noche como ésta... y después de pronunciar éstas palabras, desapareció, dejando como única prueba de su espectral aparición, el asiento húmedo del acompañante por sus ropas mojadas...
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